Estamos en temporada alta de helado, ese capricho que no entiende de edad ni de excusas. ¿Quién no ha sonreído alguna vez con un helado en la mano? Ese gesto tan simple —saborear algo frío, dulce y cremoso— tiene detrás una historia fascinante, tejida entre culturas milenarias, tradiciones populares y, por supuesto, tardes de verano como las de ahora, en plena Sierra de Madrid.
Lo sujetas como quien sostiene un pequeño tesoro. Se derrite un poco por los bordes, porque así son los veranos reales: imperfectos, pegajosos, con manchas dulces en los dedos. Da igual si estás en Manzanares o en Guadarrama, si es de turrón o de pistacho. Ese primer lametazo es un portal directo a la infancia, o al menos a una versión más simple de uno mismo.
Y sin embargo, lo que parece tan cotidiano tiene detrás una historia milenaria. El primer helado, o algo parecido, lo probaron los chinos hace más de 4.000 años. Mezclaban nieve con leche de arroz, y lo endulzaban con miel y flores. En Persia, durante siglos, conservaron el hielo del invierno en pozos subterráneos, para luego convertirlo en postres fríos con agua de rosas. En Roma, Nerón mandaba traer nieve del monte para enfriar zumos de fruta. Siempre hubo algo mágico en bajar el fuego del verano con un bocado helado.
Pero fue en Italia donde se puso elegante. En el Renacimiento, un cocinero florentino llamado Buontalenti inventó una mezcla cremosa a base de leche, azúcar y huevo. Catalina de Médici la llevó a Francia como quien lleva un secreto de familia. Y desde allí, el helado se convirtió en moda, en delicia aristocrática, en lujo de verano.
En España, llegaron los heladeros con acento del Levante, arrastrando carritos llenos de historia y hielo natural. Se instalaron en plazas, ferias y calles estrechas. Nos trajeron el turrón, el mantecado, el limón granizado. Nos enseñaron que el helado también podía ser algo del pueblo, no solo de reyes.
Y ahora estamos aquí. Siglo XXI, plena Sierra de Madrid. Frente a una pequeña heladería de San Lorenzo, una mujer sonríe mientras saborea un cucurucho desde 1942 se mantiene la heladería los valencianos, todo un clásico si paseas por alli. Es Campo a Través, un proyecto que recupera lo mejor del pasado: leche de cabra serrana, fruta ecológica, sabores que no se encuentran en los supermercados. Cada receta sabe a campo, a conversación lenta, a caminatas bajo el sol.
En Guadarrama, Acquolina sigue apostando por lo artesanal, y en Manzanares, La Jijonenca mantiene viva la tradición del helado de pueblo. No hace falta irse a la costa ni a Italia para encontrar sabores que abracen. Aquí, entre montañas, hay cucharadas de historia esperando en cada esquina.
Porque un helado en la Sierra no es solo un capricho: es una forma de parar el tiempo. De conectar con algo más simple, más humano. Algo que siempre estuvo ahí, desde hace miles de años, esperando a derretirse entre nuestras manos.